martes, 26 de enero de 2010

Un innovador formato turístico con el que descubrir un destino como nunca antes te habían mostrado.

Una promoción turística de Tánger mediante visitas guiadas y relacionadas con su más reciente historia: la Beat Generation, el Tánger del siglo XX.




Corrían los años sesenta y vivíamos en el centro de Barcelona, en casa de mis abuelos, los paternos.

Hasta que le sucedió un maravilloso y curvilíneo televisor que emitía en los mismos colores que las fotografías de por aquel entonces, mis abuelos tenían una radio, una radio grande, tan grande que, bajo un tapa de madera, escondía un giradiscos de 45 rpm con el que recuerdo haber escuchado durante toda una infancia las mismas melodías: rancheras, boleros, mambos, e incluso a Joan Capri, un cómico local de variedades metido al oficio de monologuista en soporte de vinilo.

En el frontal de aquel receptor, entre nombres de ciudades serigrafiadas en tono dorado, aparecía una ciudad por la que al pasarle el dial se escuchaba un idioma extraño para mí y aunque contaba con sólo cinco años tengo el recuerdo fresco, muy fresco. El nombre de aquella ciudad era Tánger, un nombre que siempre asocié a orígenes tan radiofónicos como lejanos.

Juanjo B

domingo, 10 de enero de 2010




Atendiendo a la sugerencia de mi escritora, no quise demorar más mi visita y decidí viajar a Tánger.

Deseaba conocer a esa ciudad sitiada por dos mares, mágica y a la vez extraña, tan llena como incompleta. Una ciudad sin papeleras.

Y conocí a esa vieja dama blanca cubierta de maquillaje y perfumada de nostalgia, antaño bella entre las bellas del Mediterráneo. Hoy, solo recuerdos inexactos de una vida llena de vidas, de pretéritos amantes, de fotos olvidadas.

Quise acariciarla en la playa, en algún jardín de Marshan, entre las callejuelas de la Alcazaba, por entre la Medina, hacia las colinas, donde una luna mora delata las sombras que esconde la noche.

Mi primera vez llegué a El Minzah deprisa, muy deprisa, con las maletas extraviadas, dispuesto a ver desde la distancia, a cruzar a través de las paredes, a viajar por el tiempo. A soñar despierto.

Impaciente, y con las más febril de las emociones me apresuré en llegar a la Plaza de Francia. Una vez allí, mi mirada no dejaba de buscar rostros entre la clientela de la terraza del Café de Paris.

Cerré los ojos. Al abrirlos, le adiviné sentado en la mesa mas alejada de la puerta, sin duda se trataba de Paul Bowles ahora un anciano de pulso incierto y mirada quieta quien tomaba notas en un pequeño cuaderno oscuro, flanqueado por un te con menta y un pomo de coloridas freesias. Supuse que, como cada miércoles, regresaba de pasear por el mercado de la calle Fez.

Volví a cerrar los ojos. Al abrirlos, su lugar lo ocupaba un sonriente señor francés teñido por el sol, escondido tras unas sólidas gafas de Prada. El pomo de freesias había desaparecido también.

Como a otros tantos lugares, en mi vida, había llegado tarde.


Juanjo B